El “crecimiento vertical” en las urbes del mundo industrializado es origen de todos los males citadinos. En Marbella, ciudad turística de cinco estrellas, se suscitó el más escandaloso caso de corrupción en la historia municipal de España, con el encarcelamiento de alcalde y concejales por tráficos de influencias a favor de empresas que construían edificios mucho más altos de lo aprobado en planos oficiales.
Sin ir tan lejos, en Cochabamba, el desaparecido Programa de Fomento a la Transparencia Municipal estableció que la edificación de “rascacielos” es un pingüe negocio tanto para constructores como para funcionarios corruptos. Se construye lo más alto posible, sobre diseños aprobados con menores alturas. Esta fiebre de grandes edificios fuera de norma provocó, por ejemplo, que el Prado de Cochabamba, antes un solar apacible, cálido y luminoso, quede hoy convertido en un recodo sin luz ni calor, ensombrecido por tantos “rascacielos” que impiden a los rayos del sol caer en estos suelos urbanizados. El daño causado por tal proliferación de moles verticales no es sólo estético sino ante todo ambiental.
La tragedia del edificio Málaga, en Santa Cruz, es otra muestra fehaciente de que la “maldición de los rascacielos” no sólo está destruyendo la armonía estética y ecológica de las grandes urbes en medio de la corrupción generalizada; ahora también está cobrando vidas inocentes.
En Cobija, ciudad emergente en medio del bosque más bello del planeta, debería conjurarse esta maldición mediante una Ordenanza Municipal que prohíba la construcción de edificios desmesurados, para evitar que el cemento opaque nuestro radiante sol pandino.